LA INGLESA Y EL DUQUE, DEL MAESTRO ÉRIC ROHMER. UNA MIRADA POLÉMICA SOBRE
LA REVOLUCIÓN FRANCESA


Título original: L'anglaise et le Duc. Producción: Pathé Image Production-CER (Francia, 2001). Productor: François Etchegaray. Director: Éric Rohmer. Argumento: basado en el libro Ma vie sour la Révolution, de Grace Elliot. Guión: Éric Rohmer. Fotografía: Diane Baratier. Música: Jean-Claude Valero. Dirección artística: Antoine Beau. Cuadros: Jean-Baptiste Morot. Decorados: Antoine Fontaine. Vestuario: Pierre-Jean Larroque. Montaje: Mary Stephen. Intérpretes: Lucy Russell (Grace Elliot), Jean-Claude Dreyfus (Príncipe Felipe, Duque de Orléans), François Marthouret (Dumourier), Alain Libolt (Duque de Biron), Laurent Le Doyen (Miromesnil), Daniel Terrare (Justin), Caroline Morin (Nanon), François-Marie Banier (Robespierre), Charlotte Véry (Pulcherie), Michel Demierre (Chabot), Marie Rivière (Madame Laurent), Christian Ameri (Gaudet). Color - 128 min. Estreno en España: 14-IX-2001.


El más grande cineasta francés vivo, Éric Rohmer (81 años), ha dado a luz otra obra maestra. Este ideólogo de la Nouvelle Vague y antiguo redactor-jefe de Cahiers du Cinéma (1957-1963) ha provocado a la crítica gala con su última película. L'anglaise et le Duque fue rechazada a concurso en el Festival de Cannes 2001 por considerarla "políticamente incorrecta", mientras que en este mismo año sería invitada por la Mostra de Venecia, donde su autor recibiría el "León de Oro" en reconocimiento a toda su carrera.
Ciertamente, La inglesa y el Duque (2001) presenta una mirada polémica sobre la Revolución Francesa. Acusada de revisionista y conservadora, por tirios y troyanos, la verdad es que Rohmer está más cerca de las tesis defendidas por el especialista François Furet que de la interpretación marxista (Soboul, Lefebvre) que estuvo de moda hasta poco antes del Bicentenario.
No vamos ahora a dilucidar aquí quienes tienen más razón(es); pues todos poseen las "suyas". Éric Rohmer, siempre a contracorriente -ética y estéticamente- va más allá de la historiografía. Él es un artista, que se asoma con su tomavistas al hecho histórico que cambió el mundo. Y parece continuar allí donde su maestro Jean Renoir dejara el tema. Como si arrancara de las últimas secuencias de La Marsellesa (1937), su discípulo retoma la etapa más discutida de la Revolución -el Terror (1792-1796), que omite Renoir-, para ofrecernos una nueva "lectura" de esos convulsivos años. Veamos cómo se justifica el octagenario realizador:


"Si abres el libro Filmagraphie mondiale de la Révolution Française, editado por Sylvie Dallet y Francis Gendron con motivo del bicentenario frances, no encontrarás una sola película basada en las más de 300 "Memorias" citadas y por el contrario no menos de ocho adaptaciones de Les deux orphelines de Adolphe d'Enery y siete películas basadas en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens (...). Pero aunque sean obras maestras o fracasos, a todas esas películas les falta una dimensión que ocupa un lugar más o menos prominente en la sensibilidad del espectador y es algo que podríamos calificar como "punto de vista". Incluso el más evolucionado de estos filmes pretende ingenuamente convertirnos en observadores directos de los acontecimientos que relatan y al hacerlo únicamente consiguen hacer más dudosa la verdad que afirman revelar. Para un público habituado a las mentiras de la gran pantalla -dice-, sólo se consigue un punto de vista objetivo a través del filtro de una subjetividad primaria. Es decir, la versión que cuenta un testigo puede ser imcompleta, parcial y mendaz pero su existencia como versión es innegable. En palabras de Pascal [recuérdese que Rohmer es católico]: "las percepciones de los sentidos son todas verídicas". Así, para cualquier cineasta las menores impresiones de un testigo contemporáneo son más "veraces" que las investigaciones detallas de cualquier historiador".

Si algo destaca de esta magistral película, a nivel historiográfico, es su reivindicación de la Historia Oral. Una actividad científica, minusvalorizada como fuente histórica -al igual que el Séptimo Arte-, que cobra enorme importancia en la presente realización, precisamente basada en las memorias de una testigo de la Revolución: la aristócrata británica Grace Elliot, que escribió el libro en que está basado el filme: Ma vie sous la Révolution.
Esta bella dama inglesa, antigua amante de Jorge IV de Inglaterra -con el que tuvo un hijo- y del príncipe Felipe de Orléans -primo del Luis XVI, llamado Egalité (revolucionario asimismo decapitado bajo el mandato de Robespierre, en 1793)-, que sufrió persecución, cárcel y estuvo a punto de subir al cadalso, finalmente sería liberada, regresando a su país natal. Para encarnar a Lady Elliot -que podría haber sido una espía británica-, el maestro galo ha elegido a la actriz Lucy Russell, que logra una convincente interpretación; al igual que el veterano Jean-Claude Dreyfus como el célebre Duque de Orléans, padre del futuro Luis Felipe I, autodenominado "rey de los franceses" (1830-1848).
Estamos, por tanto, ante una gran película de reconstitución histórica, que evoca toda una época a través del testimonio coetáneo de Madame Elliot, leído por la cámara-paleta de Éric Rohmer. Digo cámara, porque el creador de los "Seis cuentos morales" retrata con suma agudeza las mentalidades aristocráticas de ese período: en el caso de Grace, su voluntad de democratizar la institución monárquica al estilo de Inglaterra; y en el del Duque de Orléans, el contemporanizar con los nuevos aires revolucionarios. Todo ello, con esa vocación de etnólogo que le caracteriza como autor fílmico.
Y digo paleta, porque Rohmer pinta -aquí, nunca mejor dicho- con su tomavistas digital los escenarios naturales de esos años. Inspirado en la pintura de la época, digitaliza paisajes en los que incluye a los actores reales (no ciberartistas), sin caer en el más mínimo ridículo, conservando la coherencia estética y ambiental, al tiempo que eleva su creación a una auténtica obra de arte. En secuencias de gran belleza plástica, se fusionan los personajes con los cuadros de las calles del París del siglo XVIII pintados para aquella ocasión. También el viejo cineasta francés -vanguardista y clásico, a la vez- explicaría por qué eligió este sistema de puesta en escena:

"Más allá de las curvas del Sena, de los viñedos, los molinos de viento y un sinfín de minúsculas granjas se encuentra la enorme ciudad: las bandadas de cuervos, el humo que sube de las lejanas chimeneas, el redoble de tambores y sonido de campanas llevado por el viento, todos aumentan las dimensiones de la trágica inmensidad. ¿Un sueño imposible? No desde el desarrollo de las técnicas digitales que ha permitido "meter" en una escena cualquier objeto natural o artificial a un coste relativamente bajo y con un realismo mayor que cualquier decorado, maqueta, máscara, pintura sobre vidrio o cualquiera de los ingeniosos dispositivos de Abel Gance. Esta película, pionera en el género, estará orgullosa de demostrar que los frutos de la investigación informática más vanguardista pueden emplearse no sólo en crear efectos espectaculares en la ciencia-ficción, en películas de terror o de catástrofes, sino también de forma más sutil pero igual de eficaz al servicio del arte y de la historia".

Otros aspectos que cabría destacar son el estilo cinematográfico y la honrada postura intelectual de Éric Rohmer, siempre anticonvencional e ideológicamente combativo. Por un lado, la concepción interna de las relaciones entre los protagonistas está en la misma línea de sus famosas series "morales"; así como la íntima relación que se advierte en este filme con sus otras dos películas de reconstitución histórica, realizadas en 1976 y 1978: La Marquesa de O y Perceval Le Gallois.

Por otro lado, en cuanto a su valoración dialéctica y mensaje connotado, el maestro Rohmer plantea en su filme una paradoja aún mucho más profunda: ¿Cómo es posible que en aras de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, el nuevo régimen acabara con las personas que pensaban de distinta manera? El crítico Esteve Riambau -nada sospechoso de conservadurismo-, tras alabar la película como "cine en estado puro, una joya que brilla por una sensibilidad estética que delata su gusto por la belleza", la valoraría por su "insolente lectura de la historia que reivindica la libre circulación de las ideas como la más valiosa herencia de cualquier revolución". En una entrevista al propio Rohmer, el cineasta galo le respondería en esos términos:

"Con la excepción de Cahiers du Cinéma, muchos críticos han dicho que era un film reaccionario o, como mínimo, contrarrevolucioario, y eso no es cierto. No es una película política, si bien trata de la política. Se respetan las ideas de todos los personajes y si denuncia alguna cosa es el totalitarismo impulsado hasta el terror". (RIAMBAU, E. "Entrevista a Eric Rohmer", en Avui, 15-IX-2001).

Es obvio, pues, que las reacciones en Francia -a la vuelta de Rohmer del Festival de Venecia- han sido bastante duras. El Journal de Dimanche titulaba la crítica "Rohmer hace su contrarrevolución"; mientras el comunista Libération afirmaba que la película es "una muestra de maestría técnica y una radical afirmación política". Por su parte, France-Soir decía que "el realizador revisita la Revolución Francesa desde el ángulo monárquico"; al tiempo que Le Monde estuvo más moderado: "En la mirada de una bella extranjera, los cuadros vivientes de Rohmer escenifican el desorden revolucionario, y defienden una muy alta idea del cine". El mismo autor se manifestaría así:

"Si en los dos primeros casos [se refiere a La marquesa de O y Perceval Le Gallois] mi preocupación fue no traicionar al escritor, esta vez me guió el respeto a la verdad histórica. Elliot no tiene una visión frontal de la Revolución; no forma parte de los que asistieron a la toma de las Tullerías o la muerte de Luis XVI; lo ve todo desde bambalinas. Mi película, también, es como un gran momento histórico, pero visto por el ojo de la cerradura. Me resulta insoportable el maniqueísmo de la polémica suscitada. Como la heroína es inglesa -añade-, podríamos recordar que la Inglaterra del siglo XVIII, una sociedad más liberal pero no más igualitaria, se ahorró la Revolución que en Francia desembocó en Napoleón. Pero si hay algún mensaje en mi trabajo, no es saber si la película está con unos o con otros. Defiendo la historia, la grande y la pequeña, tan menospreciada, que muestra la reacción de las personas frente a los acontecimientos que trastornan su época. Hablo de la historia en el cine: vista como un presente, en el sentido novelesco y cinematográfico del término". (Cfr. CABALLERO, O. "La Revolución según Rohmer", en La Vanguardia, 16-IX-2001).

En resumen, de insolente y sincero cabría calificar a Éric Rohmer por esta re-lectura crítica de la Revolución Francesa, en los actuales tiempos de ambigüedad ideológica y confusionismo estético. En este sentido, resulta muy significativa la mostración sin ambages de las contradicciones del pueblo llano y la burguesía, en contra de la exquisitez formal o las costumbres educadas de la nobleza del Ancien Régime. A la vez, el valiente cineasta galo pone en la picota esa época de Terror cuando hoy están enfrentándose a muerte el mundo occidental -léase Imperio americano y aliados- y el terrorismo fundamentalista, en aras de defender la democracia y la libertad, invocando unos y otros -como ayer- a Dios y a la Razón... Más bien, ¿no será la sinrazón?
Por último, este gran autor opta, claramente y sin sonrojo alguno, por el cine digital, en un momento en que se escandalizan o rasgan las vestiduras los más puristas del Séptimo Arte. Pero su maestro Renoir -a pesar de su distancia, también ideológica-, que asimismo fue un avanzado a su tiempo, seguramente le aplaudiría. Chapeau para Rohmer.